En nuestra época
del espectáculo y de la fiesta, disciplinada y panóptica, se toma la calle como
se asalta el cielo, y viceversa: en sentido estrictamente figurado. Su
literalidad, pues, es asombrosa. Las manifestaciones multitudinarias, que
reclamaban la defensa de derechos o intereses oprimidos, mediante el ejercicio público
de la palabra silenciada, apenas conservan sino un sabor a reliquias
apolilladas. Sus participantes suelen desfilar fantasmalmente, casi con el
brillo fatuo de una nostalgia impotente. La reivindicación política se ha
vuelto puntual, dispersa, rizomática. Incide repentinamente en un cuerpo social
extenso y a la vez desmembrado, como si alcanzase un orgasmo sin deseo ni
tristeza, más bien ansioso y desesperado. (Des)teatralizada, respeta escrupulosamente
las unidades clásicas de acción, tiempo y lugar. Por ejemplo, una muchedumbre
rugiente y estática, dispuesta como una letra polisémica y aparentemente
subversiva, debe exaltarse ante el simultáneo repique de campanas un 11 de
septiembre a las 17:14. Ni crea ni destruye su realidad: la transforma hasta su
extenuación simbólica. Muerto el concepto político y estético de representación,
se extienden aleatorias y cancerosas las más diversas formas colectivas que
puedan adoptar las performances, los happenings y su perturbadora descendencia
de flashmobs. Globalizados, ¿no son
todos acaso designados anglicismos?
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