7/1/19

Educar en valores.


Ante el ábaco de los lugares comunes, como si tocase canturrear disciplinadamente sus tablas de multiplicar, conviene repetir una de las más escabrosas obviedades que suele soslayarse con la peor mala conciencia: los valores jamás son, siempre y sólo valdrán. Atentos a sus índices, algoritmos que escamotean la sustancia de la acción moral, sus agentes mercadean, sonríen, comercian especialmente con su depredadora trinidad: solidaridad, paz y felicidad. En la escuela de los principios la prudencia guiaba el aprendizaje de las virtudes en la práctica continua de la sindéresis. Los discípulos discernían el bien del mal y asumían, a través de sus derrotas, que hasta del brillo del mal el bien podía triunfar oscuramente. Se sabían finitos. La neoescuela ha acuñado en cantidades hiperinflacionarias la moneda omnívora de los sentimientos. La reinvierte sin cesar en la fabricación de las manzanas transgénicas de su utópico árbol de la vida. Sus clientes disfrutan de su embriagador sabor hasta la epilepsia intelectual que induce su masivo consumo de emociones. Se hacen como dioses. Impacientes, adictos, insatisfechos, en su caída sin fondo aspiran a alcanzar, en forma de un paraíso digital y parpadeante, una transparente y artificial inocencia. Quod nudus essem et non abscondi me.

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