Ante el ábaco de
los lugares comunes, como si tocase canturrear disciplinadamente sus tablas de
multiplicar, conviene repetir una de las más escabrosas obviedades que suele soslayarse
con la peor mala conciencia: los valores jamás son, siempre y sólo valdrán. Atentos
a sus índices, algoritmos que escamotean la sustancia de la acción moral, sus
agentes mercadean, sonríen, comercian especialmente con su depredadora
trinidad: solidaridad, paz y felicidad. En la escuela de los principios la
prudencia guiaba el aprendizaje de las virtudes en la práctica continua de la
sindéresis. Los discípulos discernían el bien del mal y asumían, a través de
sus derrotas, que hasta del brillo del mal el bien podía triunfar oscuramente. Se
sabían finitos. La neoescuela ha
acuñado en cantidades hiperinflacionarias la moneda omnívora de los
sentimientos. La reinvierte sin cesar en la fabricación de las manzanas
transgénicas de su utópico árbol de la vida. Sus clientes disfrutan de su
embriagador sabor hasta la epilepsia intelectual que induce su masivo consumo de
emociones. Se hacen como dioses. Impacientes,
adictos, insatisfechos, en su caída sin fondo aspiran a alcanzar, en forma de
un paraíso digital y parpadeante, una transparente y artificial inocencia. Quod nudus essem et non abscondi me.
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