Aunque denota afectación excesiva
incluso entre filisteos, esta expresión, irritante como pocas, cubre la amplia
gama de superficialidad que degrada al instante cuanto de honesto e íntegro
pudiera quedar en una propuesta. Considera, con glotonería, la sensiblería más
perezosa la cima de su agudeza intelectual. Tiene en tanta estima la precisión
de su oído que se dejaría arrastrar por una melodía como las ratas desfilan
tras la tonada organillera de un flautista. Escucha cualquier argumento como si
fuera el hilo musical de un centro odontológico que hubiese adoptado el ritmo
que imprime un cuenco tibetano al tecleado de Erik Satie. De buen tono, calcula
mediante intuiciones. Confunde a mala conciencia los principios con su precio
aproximado, descontado el margen de beneficio. Su sentimentalismo balbuciente,
no exento de un quirúrgico minimalismo, anula con precisión el esfuerzo de armonizar
en un tono superior esas primeras notas exploradas tentativamente. No puede
soportar que una idea madure por su propia cuenta. Antes de que acabe de
germinar, la expropia con sonrisa satisfecha. Sólo exige que le recorra un
cosquilleo relamido mientras planea cómo, poseída, la podrá prostituir a placer.
Con el sonido de un acrónimo bursátil alcanza la más acordada esfera de sus
intereses.
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