En el mundo instantáneo, irresponsable,
de la comunicación egotista, estúpida, las redes sociales propagan toda suerte
de virus retóricos con entusiasmo macilento. En lugar de carcajadas sardónicas
y mordaces réplicas, se multiplican como la más aguda de las respuestas las
mayúsculas, los emoticones naífs y las etiquetas elementales. Los gestos
patibularios se condensan en los anglicismos de hashtags, troles y trending
topics. Ni siquiera el insulto más soez puede ya contar con movilizar hordas de
likes y retuits, a no ser que incluya la muestra más patética de su vulgaridad
y de su odio a cualquier atisbo de ambigua inteligencia. Como las nuevas aplicaciones
son un espacio del libertinaje más espantoso y menos refinado imaginable, la
censura debe ejercerse con férrea indeterminación. Se bloquea y se denuncia una
cuenta como si se la arrastrase a un descampado para apalearla y violarla. Con
impunidad pornográfica, jaleada por multitudes pseudónimas que emiten penosos chascarrillos,
hasta las buenas intenciones y los sentimentalismos más atroces campan por un
paisaje, más que infernal, de mercadillo medieval. Diseminada la locura, se
incendian a rachas virtuales las redes como Roma ardía al son de la cítara
desafinada de Nerón. Su brujería atónita ajusta cuentas con el futuro.
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