La doblez lingüística de nuestro tiempo
ha prostituido este sintagma que definiera la imperdonable estupidez criminal.
De concepto descriptivo se ha convertido en una etiqueta para designar
torpes y grotescos comportamientos de garrafón. Mientras adopta su impúdica
pose de celestina remendona y zalamera, el filisteo quizás atisba en su
acepción exacta la denuncia de su implacable impersonalidad. Procede, pues, a
desactivarla con melosa entonación, a fin de ocultar que en la maldad humana le
resulta intolerable su (in)sustancialidad, brutal e inmediata. Procura imponerle una trivialidad que la revista de insincero interés. Se sentiría así eximido de asumir la
responsabilidad de combatir el horror que no le conviene o que le beneficia. Con
gesto ofendido y solidario, banalizará el mal como esa anécdota de mal gusto
cuyo relato otorga, junto a la superioridad moral, una distinción estética. Sobre
según qué situaciones se cuidará de pasar de puntillas, sorteando la acusación de
insensibilidad. Si pudiera diagnosticarlo a su medida, el mal debería pasar por
una disfunción más o menos duradera. De lograr que fuera realmente banal, se
volvería innecesario, irrelevante y, en suma, prescindible. ¿Acaso a un
filisteo no le espanta más un gato ahorcado que la decapitación de un
cristiano?
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