15/5/19

La banalidad del mal.


La doblez lingüística de nuestro tiempo ha prostituido este sintagma que definiera la imperdonable estupidez criminal. De concepto descriptivo se ha convertido en una etiqueta para designar torpes y grotescos comportamientos de garrafón. Mientras adopta su impúdica pose de celestina remendona y zalamera, el filisteo quizás atisba en su acepción exacta la denuncia de su implacable impersonalidad. Procede, pues, a desactivarla con melosa entonación, a fin de ocultar que en la maldad humana le resulta intolerable su (in)sustancialidad, brutal e inmediata. Procura imponerle una trivialidad que la revista de insincero interés. Se sentiría así eximido de asumir la responsabilidad de combatir el horror que no le conviene o que le beneficia. Con gesto ofendido y solidario, banalizará el mal como esa anécdota de mal gusto cuyo relato otorga, junto a la superioridad moral, una distinción estética. Sobre según qué situaciones se cuidará de pasar de puntillas, sorteando la acusación de insensibilidad. Si pudiera diagnosticarlo a su medida, el mal debería pasar por una disfunción más o menos duradera. De lograr que fuera realmente banal, se volvería innecesario, irrelevante y, en suma, prescindible. ¿Acaso a un filisteo no le espanta más un gato ahorcado que la decapitación de un cristiano?

No hay comentarios:

Publicar un comentario