Esta frase hecha, espetada con un tono
cuartelario de indiscutido desafío, debe calzarse cada dos por tres en
cualquier conversación política como un obsceno latiguillo de fingida dignidad.
Es la versión rimbombante del futbolero “al enemigo, ni agua”. Con ella se
quiere dejar ¡clarito! que de todo se puede hablar mientras queda prohibido debatir
sobre nada en concreto. Se puede y se debe gimotear sobre corredores de
migrantes, y hasta sacarse fotos con ellos o, mejor, de ellos, pero no discutir tal drama. Es esta la línea roja de la
intolerable xenofobia que no debe ni poder ser trazada. Es obligatorio también arrodillarse
delante de la diversidad genérica y tragarse todos sus flujos bien hasta el
fondo. Es ésta otra línea roja, la de la escandalosa homofobia que asoma, como si
fuera una bruja, bajo la más mínima mueca de resistencia. Hedonista, la nueva
sociedad exige una disciplina espartana que expropia y colectiviza el concepto de
familia como el medio de producción biogenético por defecto. Irreligiosa, pisotea
embravecida la zarza ardiente que sigue testimoniando quién no es. Como todo lo derecho es extremo,
unánime debe manifestarse todo lo siniestro, hasta que quede sellada
irreversiblemente la última línea roja de libertad.
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