18/7/19

Cruzar líneas rojas.


Esta frase hecha, espetada con un tono cuartelario de indiscutido desafío, debe calzarse cada dos por tres en cualquier conversación política como un obsceno latiguillo de fingida dignidad. Es la versión rimbombante del futbolero “al enemigo, ni agua”. Con ella se quiere dejar ¡clarito! que de todo se puede hablar mientras queda prohibido debatir sobre nada en concreto. Se puede y se debe gimotear sobre corredores de migrantes, y hasta sacarse fotos con ellos o, mejor, de ellos, pero no discutir tal drama. Es esta la línea roja de la intolerable xenofobia que no debe ni poder ser trazada. Es obligatorio también arrodillarse delante de la diversidad genérica y tragarse todos sus flujos bien hasta el fondo. Es ésta otra línea roja, la de la escandalosa homofobia que asoma, como si fuera una bruja, bajo la más mínima mueca de resistencia. Hedonista, la nueva sociedad exige una disciplina espartana que expropia y colectiviza el concepto de familia como el medio de producción biogenético por defecto. Irreligiosa, pisotea embravecida la zarza ardiente que sigue testimoniando quién no es. Como todo lo derecho es extremo, unánime debe manifestarse todo lo siniestro, hasta que quede sellada irreversiblemente la última línea roja de libertad.

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