Cuanto
más gastadas, cuanto más catacréticas, las metáforas deportivas, especialmente
las futbolísticas, expresan con más torpe sutileza la ausencia de realidad que
se esfuerzan por describir. Compensan o, mejor dicho, sustraen su horror al
vacío con una ligera frivolidad que sirva para reforzar la aparente seriedad de
cualquier acción ridícula. A tal fin se ven obligadas habitualmente a practicar
un desplazamiento semántico. El factor locativo de nuestro ejemplo aleja del
sitio estático a cualquiera que sea su referente para situarlo en un entramado
de reglas oscilantes, siempre a punto de perder pie, de quedar retrasado por
haber avanzado antes de tiempo o viceversa. Asoma entonces como una amenaza
velada, que no debe ser explicitada jamás para que pueda ser más radicalmente
eficaz, que quien incurre en tal falta
merece ser desproporcionadamente castigado. En una realidad vaporizada nada más
irritante que una interrupción. A quien comete el error de ponerse fuera de juego se le avisa, pues, de que debe
apresurarse a recobrar las insuperables líneas rojas que habrá traspasado bajo
la pena de sufrir la autoexclusión, es decir, de admitir que se encuentra fuera
del juego. Con una mueca estúpida
padece la implacable mecánica que reemplaza jugadores como fichas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario