Pertenece este repelente oxímoron al
campo semántico de los valores, debiendo ser incluido en los subconjuntos de
actitudes y de competencias. Como es bien
sabido, unos y otros intersectan de diversas maneras, todas ellas pueriles
y aterradoras. En el caso concreto que nos ocupa, la asociación de sustantivo y
adjetivo da lugar a algunas fórmulas a cuál más pimpolluda. Puesto que es
indecoroso no sólo prohibir sino no dejar de jalear la manifestación libre y
espontánea de cualquier molesta y maleducada majadería, resulta preciso escoger
con sumo cuidado el verbo que exprese el rechazo, contundente y engolado, de
cualquier expresión decente de disidencia. Primero se normaliza semánticamente una aberración; a continuación, se
persigue hasta los extremos legales
la protesta que haya generado. Si alguien muestra su desnudez sobre un altar o
berrea que cuelguen de una farola a quien encarne un resto de autoridad en
nuestra sociedad, se discute bizantinamente sobre los límites humorísticos de
la libertad de expresión. Si alguien denuncia para castigar la ofensa, con escandalizados
aspavientos se le etiqueta de provocador. Con más exactitud, se le acusa de crispar la convivencia. Por circunspecto
patriotismo, como cada quien es lo
que hace, merece la tajante condena del ostracismo.
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