La vertiginosa
velocidad que accidenta la praxis política de nuestra época se manifiesta a
veces en la efímera vitalidad de sus expresiones más refinadamente innobles.
Atendamos, por ejemplo, a este dechado de marrullera simpatía. Describe el
ejercicio del poder como una pelea callejera en que la persecución del bien común
puede ser reducido a los quesitos en forma de gráficos en 3D que se incluyen en
la diapositiva de una presentación en powerpoint ante el baranda de turno. En
esta violencia de pacotilla, autoindulgente con el supuesto gobernante,
descubre el sagaz asesor político la pervivencia corrompida del despotismo
democrático. No basta que el pueblo -o, entónese con voluptuosa complacencia,
la ciudadanía- haya sido domesticado
y encerrado mediante macrocifras en las estrechas celdas de una hoja Excel. Es
preciso construirle la realidad mediante las encuestas. Debe modelarse su
opinión para que responda a medida de las fantasías que sus gobernantes hayan
decido que mejor les conviene. En cada pregunta debe subyacer la amenaza de un
premio o la recompensa de un castigo. Pueden obtenerse así los mejores
eslóganes. La familia: un peligro ecológico. La esclavitud laboral: una necesaria
solidaridad universal. Un solo pueblo, un solo orden, un gobierno ramificado y
total.
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