Atenazado
por el terror de la Peste, el hombre medieval danzaba con desenfreno en honor
de la Muerte. Aunque apenas lograba entrever la salud eterna entre los
estertores de la descomposición de esta carne y esta belleza del mundo, perseguía
sus destellos entre los ecos prolongados del anhelo inmortal de su
caducidad: el cantus firmus, la
perspectiva bizantina y la rima difícil. Cegada la más leve brizna del
trasmundo, queda hoy sólo mantener bruñida y deslumbrante la máquina del
cuerpo, bajo la amenaza de que sea reemplazada, reciclada o, al fin, desechada. Se
ha empezado incluso a programar la conciencia del ser humano para que renuncie
a su tiempo a la dignidad de vivir. Las novenas, las procesiones o la liturgia
de las horas son archivadas en el baúl arqueológico de un folclore cada vez más
(des)regulado. Proliferan las analíticas, las tomografías, los tratamientos. Frente
a la superstición, la Ciencia debe alzarse en combate sin cuartel contra las estadísticas.
El salmo constataba que el hombre no dura más que un soplo, , y que, por ese soplo, se afana.
Ante el sufrimiento y la angustia, el diagnóstico nos prorroga unos días la
fecha fijada priusquam abeamus et non simus
amplius.
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