19/8/19

Mandato democrático.


Mientras los místicos cincelaban la deliciosa cima de su asombrosa experiencia con los oxímoros de la música callada, la soledad sonora o la llaga regalada, el sentimentalismo huero de los neofilisteos perpetra su empático autoritarismo con apelaciones insustanciales que sólo los adjetivos logran maquillar. Descontado todo principio de autoridad que no esté arbitrariamente reglado por la decisión de una autoconstituida mayoría, se impone cualquier decisión en beneficio propio como obsequiosa obediencia a la voluntad populachera. Por ello, el destino de la democracia, reducido a la función fisiológica de depositar un voto seguido de escraches colectivos de placer o de indignación, como el del amor está ya sometido a satisfacer una delirante adicción orgásmica siempre al borde del delito, no consistirá en elegir a los que mandan sino en mandatar a los escogidos. Según un equilibrio de chantajes mutuos, se habrá de asentir, por aclamación, a sus deseos; más aún, sugerirles por anticipado que asalten nuevos goces que ansían regalarse. El bandidaje, el caudillismo o las banderías adoptan respetables aires en las cínicas muecas de quienes reparten, según los méritos de una docilidad agresiva, los restos de un botín que se imagina inacabable, como la arena del desierto. ¡Ciérrate, Sésamo!

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