Desde
que Moisés descendió del Sinaí con las Tablas de la Ley, la turba jamás (se) ha
perdonado el castigo de su idolatría. Ha buscado una y otra vez resarcirse de
la humillación del deber de obediencia al modelo divino de contención que rechaza
como un chantaje intolerable. Con la excusa de ideales ilustrados ha redescubierto
el placer de coquetear primero y entregarse después a la guerra sin cuartel.
Apura sus consecuencias hasta el horror. Nada es sagrado; todo es profano. Descontada
cualquier forma de amor o incluso de amistad que no se reduzca al afecto,
cuando no a la simple emoción, opone a la prohibición mosaica el regreso a la
retaliación babilónica. Su noción revolucionaria de la justicia, embotada bajo el
aterrador pleonasmo de la acción directa,
suele condensarse en ripios despiadados y ancestrales. Ojo por ojo, diente por
diente. En manos de sus ideólogos el terror ha dejado de funcionar como el
instrumento de la virtud republicana
para convertirse en la justificación subversiva del vicio tribal. La horda es la víctima. Quien la retenga, su verdugo.
Toda oposición debe ser reeducada. Todo límite, allanado. Toda frontera,
abolida. Je suis fait pour
gouverner le crime, non pour le combattre.
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