28/5/18

Se precisa ejemplaridad.



Es esta aparente virtud, tan cacareada, uno de los síntomas más finos del fariseísmo filisteo. Bajo su invocación cívica, de aires laicos, se manifiesta, con jactanciosa humildad, como le corresponde, un hondo y cínico puritanismo. Cualquier objeción, cualquier crítica a su concepto son desechadas con un gesto de displicente fastidio, atribuyéndolas a las aviesas intenciones de la mezquindad reaccionaria o a las insensatas provocaciones del infantilismo revolucionario. A la ejemplaridad la gente ordenada le debe tributar una rendida y devota admiración. Encarna, ecuánime, la dorada mediocridad. Sin excesos, sin estridencias, inatacable, sólo infatuada. Consiste en asumir con perfecta naturalidad, con acabada (in)modestia, que no cabe sino obrar o decir según esté o no bien visto. Quien se comporta ejemplarmente desdeña la santidad, porque es inalcanzable y, por tanto, intolerable. O tal vez contribuye simplemente a moderar su desmesura. A ponerla en perspectiva, como un suplemento vitamínico al que tampoco hay por qué renunciar. A las personas ejemplares se las reconoce porque sonríen o porque se secan una lágrima furtiva. Como la madrastra de Blancanieves ante su espejito mágico, mantienen la dignidad en medio de los escándalos con que suelen ajustarse las cuentas. Mea culpa: publicano, yo sólo río y lloro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario