Es
esta aparente virtud, tan cacareada, uno de los síntomas más finos del fariseísmo filisteo. Bajo su invocación cívica, de aires laicos, se manifiesta, con jactanciosa
humildad, como le corresponde, un hondo y cínico puritanismo. Cualquier
objeción, cualquier crítica a su concepto son desechadas con un gesto de
displicente fastidio, atribuyéndolas a las aviesas intenciones de la mezquindad
reaccionaria o a las insensatas provocaciones del infantilismo revolucionario.
A la ejemplaridad la gente ordenada le debe tributar una rendida y devota admiración.
Encarna, ecuánime, la dorada mediocridad. Sin excesos, sin estridencias, inatacable,
sólo infatuada. Consiste en asumir con perfecta naturalidad, con acabada
(in)modestia, que no cabe sino obrar o decir según esté o no bien visto. Quien
se comporta ejemplarmente desdeña la santidad, porque es inalcanzable y, por
tanto, intolerable. O tal vez contribuye simplemente a moderar su desmesura. A ponerla en
perspectiva, como un suplemento vitamínico al que tampoco hay por qué
renunciar. A las personas ejemplares se las reconoce porque sonríen o porque se
secan una lágrima furtiva. Como la madrastra de Blancanieves ante su espejito mágico, mantienen la dignidad en medio de los escándalos con
que suelen ajustarse las cuentas. Mea culpa: publicano, yo sólo río y lloro.
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