Como
si la política fuera un tablero de parchís, malicioso y aburrido, sus
relaciones se calculan por la tirada trucada de los dados. Agazapados en
lugares seguros, bloqueando el avance adversario, ansían nuestros corsarios filisteos
la oportunidad de progresar veinte, treinta casillas en cada jugada mientras envían
al cuadrado de salida las piececillas codiciosas que a punto están de alcanzar
la recta final. Braman de furia si el enemigo les traiciona y el amigo les es
fiel. Exigen envalentonados que la trampa valga como un triple seis doble. Se
exasperan ante la vileza de tener que respetar las reglas. Renuncian al turno
para atrapar por la espalda a quienes vigilan y denuncian sus comportamientos. Llegados
al poder, giran el tablero y proponen empezar una nueva partida. En la oca caracolean,
casilla adelante o atrás, por pasadizos subterráneos que dejan boquiabiertos a
los oponentes con la excusa de que siempre les debe tocar, por el imperativo
democrático de que todo les resulta igual. Sus fichas llevan grabadas los
barrotes de una cárcel y la calavera de los crímenes que tapan en sus sépticos pozos
partidistas. Antes de salir, descalificados, no dejan entrar a nadie en sus
amañadas partidas. Hagan sus apuestas.
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