Si
cualquiera de los indistintos secuaces del filisteísmo triunfante, tras haber
perpetrado una cobarde y vulgar traición, con mueca mendaz se afana por calmar
a su víctima asegurándole que, gracias a su innoble acción, le está presentando
la ocasión de abrir una ambigua ventana con vistas a un sinfín de
oportunidades, cuenta por defecto con que será rematado tan pronto como cometa
la metafórica estupidez de asomarse. Confía zalamero en que ceda a la tentación,
comprensible y desesperada. Lo empuja hacia el cristal y son las mismas hienas de
ayer. Nada ha cambiado; sólo la gradación pixelada del sórdido paisaje de
siempre. A mayor mediocridad y desvergüenza, espera mayor recompensa. Con
cinismo evangélico, con golfería blasfema, los últimos, bien pertrechados de su
gimoteante demagogia, mantendrán el derecho de ser los primeros y los primeros padecen
la condena inexorable de ser los últimos. Por tautológica aplicación del
principio de igualdad, que nadie sea más que nadie significa que a quienquiera
que pretenda algo por sí mismo, sin pasar desapercibido, se le parte el
espinazo con una patada por la espalda antes de abandonarlo, entre mudas risotadas
de complicidad, en algún descampado maloliente por haberse pasado de listo. Demasiado
tarde para comprender.
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