En plena descomposición del ideal
ilustrado resplandece más oscuramente la hipocresía filistea. Sus secuaces
jamás han sido aficionados más que a enmascarar su prepotente vanidad con la
autosatisfacción de sus necesidades más superfluas. Visitan museos con aguda
mirada, acuden a conciertos cabeceando el compás, reservan mesa en fondas
lechuguinas. También leen. De mentira de la mala. Gente de exquisito gusto,
sólo hojean los textos que no pueden
obviar sino con displicente encanto en alguna conversación mundana. Antaño,
embrutecidos y, por ende, más cínicos, los burgueses acumulaban en sus
bibliotecas de madera tallada volúmenes primorosamente adornados. Preferían las
novelas. Hogaño, almacenándolos en buses universales en serie, sus
descendientes hipsters catalogan putrefactos archivos en interminables listas pseudoacadémicas
que puedan descargarse aleatoria y automáticamente. Picotean ensayos. Más que
la palabra exacta, enhebran los adjetivos más pomposos y versátiles capaces de
anular cualquier reflejo de inteligencia. Como estas líneas, cuanto más
bizarras sean sus asociaciones, más rozan con la yema de los dedos el ideal
insulso de su estúpida estética. Con monstruosa precisión profética, una
entidad bancaria ha invertido la acepción más ruin de la filosofía en el neologismo de digilosofía: en una
app, la sabiduría al alcance del dedo. Cómprala. Tolle, et lege.
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