28/3/19

De lectura obligada.


En plena descomposición del ideal ilustrado resplandece más oscuramente la hipocresía filistea. Sus secuaces jamás han sido aficionados más que a enmascarar su prepotente vanidad con la autosatisfacción de sus necesidades más superfluas. Visitan museos con aguda mirada, acuden a conciertos cabeceando el compás, reservan mesa en fondas lechuguinas. También leen. De mentira de la mala. Gente de exquisito gusto, sólo hojean los textos que no pueden obviar sino con displicente encanto en alguna conversación mundana. Antaño, embrutecidos y, por ende, más cínicos, los burgueses acumulaban en sus bibliotecas de madera tallada volúmenes primorosamente adornados. Preferían las novelas. Hogaño, almacenándolos en buses universales en serie, sus descendientes hipsters catalogan putrefactos archivos en interminables listas pseudoacadémicas que puedan descargarse aleatoria y automáticamente. Picotean ensayos. Más que la palabra exacta, enhebran los adjetivos más pomposos y versátiles capaces de anular cualquier reflejo de inteligencia. Como estas líneas, cuanto más bizarras sean sus asociaciones, más rozan con la yema de los dedos el ideal insulso de su estúpida estética. Con monstruosa precisión profética, una entidad bancaria ha invertido la acepción más ruin de la filosofía en el neologismo de digilosofía: en una app, la sabiduría al alcance del dedo. Cómprala. Tolle, et lege.

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