Ceñudo, el filisteo siempre ha
procurado evacuar esta escabrosa máxima ahuecando la voz. En el vacío en que la
hace resonar hoy silba además una siniestra risa entrecortada. La impersonal
perífrasis obligativa, seguida de dos verbos que armonizan, como en un oxímoron,
la abstención y la acción, excusa de cualquier responsabilidad a quien la
pronuncia siempre que recaiga de inmediato sobre su interlocutor. Tortuosa e
inelegante, ejemplifica la condición performativa del principio de no no contradicción. Realiza un acto y,
simultáneamente, lo desdibuja, a fin de imponerlo incontestadamente. Como quien
jura por imperativo legal, reclamar
contención esparce la duda sobre el alcance irreal de toda situación. En una
sociedad asediada por delirios histéricos, se asume entonces el concepto de
culpa bajo la especie de víctima. Sólo así puede cualquiera sentirse a salvo. Puesto
que la sensatez es autoritaria, la democracia debe ser insensata. Puesto que el
universal es una falacia cultural, la falacia consecuente debe considerarse un
incontrovertible dato universal. No puede existir otra lógica que la de la Ley,
cuanto más arbitraria, más dogmática, por particularista. Según el caso, sí, no
o tampoco. Sólo en un estado de permanente alarma, podrá disfrutarse una
(incierta) tranquilidad. Summa iniuria,
summum ius.
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