Esta palabra de última moda,
pronunciada con voluptuosidad casi ahogada por sus detractores y con vehemente
indignación por sus objetos autoidentificados con cualquier causa manipulable,
constituye una de esas expresiones referenciales que, por aburrimiento
sobreexcitado, como si fueran exantemas, infectan la piel de cualquier conversación
colectiva. Comoquiera que el papel preferido de nuestra época corresponde con
el de víctima, se trata, más que de encontrar un verdugo, poder etiquetar a
alguien o algo como tales. Al fundar nuestra existencia sobre derechos, sobra el
agradecimiento. Es preciso patrullar sin descanso por las redes sociales
detectando ofensas que devienen automáticamente delitos. A los crímenes no se
les discute, se les persigue sin tregua. Frente al exabrupto contrario, ¡fascista!,
el diminutivo cuenta con la ventaja de que ningunea con afecto feroz. En sus mutuos juegos
dialécticos de (no) contradicciones se confunde la especie con el género para
que, desmesurados, lo singular y lo general se paguen retribución mutua. Una
muerte es un genocidio y viceversa. Los significados, intercambiables, se
devalúan hasta la irrelevancia. Lo uno y su contrario equivalen. Hipócritas, se aprestan a encajar la propia viga en el ojo ajeno antes que reconocer la mota ajena en el propio ojo. Bellum vobiscum.
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