8/6/19

Nadie es perfecto.


Entre sonrisitas de complicidad alborozada los filisteos se complacían en repetir, como cacatúas, la confesión de un anecdótico agnosticismo expresando, con desenfadada majadería, que, a excepción de su magnificado ombligo, a nada sino ficticiamente rendirían agradecimiento. Como nadie es perfecto, todo podría estarles permitido. Con lúgubre satisfacción deberán reconocer que el éxito les ha acompañado sin desmayo. Su descendencia, histérica, ya ni se toma sus libertades; las reclama como derechos. Apenas logran ya contener el fondo de furioso resentimiento que ha movido siempre los hilos de su triste mordacidad. Aunque les guste imaginarse como crápulas feroces, su comicidad jamás ha excedido la gesticulación primaria, aunque estilizada, de la obscenidad irreverente. Hasta para despreciarse a fondo se habían sentido obligados a justificar un concepto muy honorable de sí mismos que han conseguido por fin volver irrelevante. Llaman humor a la broma infecta. La risotada cáustica o el codazo a traición definen el meollo de sus modales más refinados. La humillación más grotesca les concede el beneficio impagable de la condescendencia moral. Excusan la crueldad en su indecente cursilería. En efecto, a Billy Wilder sólo adorarán sirviéndole en el retablo de sus marionetas: proxenetas y gigolós, prostitutas y alcahuetes, arribistas y cornudos…

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