Entre sonrisitas de complicidad
alborozada los filisteos se complacían en repetir, como cacatúas, la confesión
de un anecdótico agnosticismo expresando, con desenfadada majadería, que, a
excepción de su magnificado ombligo, a nada sino ficticiamente rendirían
agradecimiento. Como nadie es perfecto, todo podría estarles permitido. Con
lúgubre satisfacción deberán reconocer que el éxito les ha acompañado sin
desmayo. Su descendencia, histérica, ya ni se toma sus libertades; las reclama
como derechos. Apenas logran ya contener el fondo de furioso resentimiento que ha
movido siempre los hilos de su triste mordacidad. Aunque les guste imaginarse
como crápulas feroces, su comicidad jamás ha excedido la gesticulación primaria,
aunque estilizada, de la obscenidad irreverente. Hasta para despreciarse a
fondo se habían sentido obligados a justificar un concepto muy honorable de sí
mismos que han conseguido por fin volver irrelevante. Llaman humor a la broma
infecta. La risotada cáustica o el codazo a traición definen el meollo de sus
modales más refinados. La humillación más grotesca les concede el beneficio impagable
de la condescendencia moral. Excusan la crueldad en su indecente cursilería. En
efecto, a Billy Wilder sólo adorarán sirviéndole en el retablo de sus marionetas: proxenetas y gigolós, prostitutas y alcahuetes, arribistas y cornudos…
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