Aséptica
y estabulada, la sociedad filistea organiza sus jornadas mediante una
planificación rígida que permita producir la apariencia premeditada de
dinamismo y decisión espontáneos. Jerarquiza sus prioridades; es decir,
disuelve en la irrelevancia todo asunto que pueda comprometer sus intereses.
Los debates decisivos deben desplazarse al punto de ruegos y preguntas. Los
asuntos de trámite deben entorpecer los argumentos ejecutivos. Con la
exposición de largos y tediosos informes se impide momentáneamente el estallido
de las reyertas callejeras de un extremo a otro de la mesa de reuniones. Con
gesto compungido se apuñala por la espalda. Cariacontencidos, como de manera
improvisada, los confabulados cargan el marrón a quien esté de paso, ante la
mirada aburrida de la mayoría. Después se limarán a conciencia las actas que han
de ser aprobadas entre miradas patibularias. No se ajustan las cuentas; se las
amañan. ¿Algún comentario? Quien otorga, calla. Habla quien obedece. Los
fracasos se presentan como retos que abren -atención a la catacresis- un amplio
abanico de oportunidades. Los éxitos desencadenan la cascada apresurada de adhesiones.
—“Sois un equipo estupendo”. —“Permítenos discrepar: tú lo eres más,
jefe”. El odio cordial y el terror simpático mantienen alerta la búsqueda del
pan nuestro cotidiano.
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