Aunque el neofilisteísmo se asigna con toda
naturalidad -es decir, arbitrariamente- las etiquetas que mejor le convengan en
cada momento, prefiere, entre todas ellas, dos que se esfuerza por identificar espuriamente,
con resultados más que exitosos: demócrata y progresista. Mientras se dedica a
gestionar con biempensante sumisión la cartera de beneficios sociales y
políticos de sus amos, suele adoptar una postura afectada, cuando no contrahecha,
para aparentar que otea un feliz por espantoso porvenir. Su fin básico es
neutralizar cualquier recuerdo al sur del pasado a fin de que pueda llover fuego
y azufre sobre quienes huyan de sus predicciones impías. Con el rabillo del ojo
puesto en la escenificación agraviada de sus fantásticas distopías pretéritas
-bajo el rótulo de memoria histórica-, se entrega con desenfreno a diseñar por
anticipado las soluciones que deberán provocar los todavía inexistentes problemas
que permitan autocumplir sus pretendidas profecías científicas. Dos pasitos
adelante, uno atrás. Como un descendiente de Lot, delante de su tradición disuelta
en sal, habrá que apresurar el paso antes de que, en nombre de la paz, queden
bien trancadas las puertas bifrontes de una sociedad transhumana. Humeantes,
sus ruinas alumbrarán más puras los estertores de su día más fatalmente
silencioso.
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