Al no soportar, ni tan siquiera
admitir, la sola posibilidad de la frustración, la sociedad neofilistea revisa
y censura la preceptiva entera de cualquier género, literario o no. Se precisa sobre todo hacer insípida la más insuperable de las
provocaciones que debe enfrentar: la muerte. ¿Cómo soslayar la tragedia? Su casta sencillez
debe ser ultrajada con asepsia procaz. Como debe grabarse siempre fuera de
escena, sus consecuencias más espeluznantes requieren ser difundidas con
obsceno detallismo para no herir la
sensibilidad de los espectadores. Entretanto, su trama se habrá construido
sobre un cúmulo de episodios decididamente inconexos que deben culminar en una
peripecia conducente con tenacidad tupida, a través de innumerables protocolos
contradictorios y superpuestos, a la anagnórisis de su desdichada reality. Como también los caracteres son
prescindibles o intercambiables, aunque no la acción que representan, deben
poder expresarse entrecortadamente, con voz nasal, entre sollozos, balbuciendo
las abrumadoras y ridículas obviedades del dolor. Suscitan así la compasión de
los buenos sentimientos. Las
orquestinas de los tanatorios subrayarán infatuada la emoción aterrorizada de la
despedida. Se cierra entre lagrimitas la cortinilla antes de incinerar la
memoria. Por medio de la condescendencia y el disgusto se logrará corromper la catarsis de tales pasiones.
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