Este eslogan viejuno, de cuyas
consecuencias nadie parecía acordarse, quiso imponer las peticiones más
descabelladas de sus promotores: la playa bajo los adoquines de una inteligencia
sin control, mediante la violencia revolucionaria, tras los límites de
cualquier Decálogo. Su realismo atroz reclamaba lo imposible: No matarás; No robarás. ¿O
acaso no se exigía bajo libertaria impunidad que estaba prohibido prohibir? Semiolvidadas
a mala conciencia, vuelven a reivindicarse entre vítores, impúdicamente, las
más sórdidas acciones de aquellos años plúmbeos, como si hubieran sido las
hazañas épicas de una Troya lujuriosa y caníbal dispuestas a engendrar nuevos
sueños multicolores con los antiguos monstruos de su sinrazón. No les basta,
sin embargo, con su reactualizada dialéctica de las sonrisas y los crímenes. Resulta
intolerable que la sangre de sus hermanastros siga gritando desde el suelo. Con
impunidad vociferan a coro la brutal adaptación de su antigua consigna: Seamos realistas. Neguemos lo posible. Entre
la carcajada y el sollozo, con demente solución de continuidad, se va
legislando a golpes de sentimientos la demolición de la naturaleza humana,
decretada ya inexistente, a fin de extirpar la geografía física y moral de una
tradición que había rasgado en dos el velo del Estado. Quae sunt Dei, Caesari.
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