21/4/19

Seamos realistas.


Este eslogan viejuno, de cuyas consecuencias nadie parecía acordarse, quiso imponer las peticiones más descabelladas de sus promotores: la playa bajo los adoquines de una inteligencia sin control, mediante la violencia revolucionaria, tras los límites de cualquier Decálogo. Su realismo atroz reclamaba lo imposible:  No matarás; No robarás. ¿O acaso no se exigía bajo libertaria impunidad que estaba prohibido prohibir? Semiolvidadas a mala conciencia, vuelven a reivindicarse entre vítores, impúdicamente, las más sórdidas acciones de aquellos años plúmbeos, como si hubieran sido las hazañas épicas de una Troya lujuriosa y caníbal dispuestas a engendrar nuevos sueños multicolores con los antiguos monstruos de su sinrazón. No les basta, sin embargo, con su reactualizada dialéctica de las sonrisas y los crímenes. Resulta intolerable que la sangre de sus hermanastros siga gritando desde el suelo. Con impunidad vociferan a coro la brutal adaptación de su antigua consigna: Seamos realistas. Neguemos lo posible. Entre la carcajada y el sollozo, con demente solución de continuidad, se va legislando a golpes de sentimientos la demolición de la naturaleza humana, decretada ya inexistente, a fin de extirpar la geografía física y moral de una tradición que había rasgado en dos el velo del Estado. Quae sunt Dei, Caesari.

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