17/12/19

Perseguir la excelencia.


Ante unas pocas palabras, más mágicas que sagradas, la feligresía de los cultos neofilisteos retrocede reverente, casi postrada. Su sola impetración posee valor performativo. Sobre todas ellas se alzan dos, resplandecientes, inaudibles en el éxtasis que acompaña su pronunciación. Una es la excelencia que deberíamos perseguir ahora. La otra, canal de toda la energía positiva que electriza la sentimentalidad actual, adopta, como una hierofanía, el vocablo transversalidad. ¿Acaso puede concebirse una dicha más inefable que alcanzar una excelencia transversal? Al revés, simplemente sería una expresión tautológica, con un deje de blasfema burla. Del derecho, manifiesta el más alto grado de la contemplación progresista. Es un no sé qué que queda balbuciendo entre hilillos de superchería. La excelencia es a la transversalidad lo que los principados y las potestades a los querubines y los serafines. De hecho, en la transversalidad brilla la gloria de la Democracia que transfigura, con su oportunismo, la mediocridad en excelencia al alcance de cualquier individuo. Se la persigue como se persigue la singularidad, la disidencia o la mera decencia: con implacable importunidad. Literalmente, significa vulgaridad. Alegóricamente, narcisismo. Moralmente, no tiene término que equivalga. En su sentido anagógico, se inunda de nada, nada, nada. Gloria in inferis.

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