Esta
fórmula describe, magistral y sintética, el triunfo institucional de nuestro
heroísmo tabernario. Debe expelerse con sonrisa condescendiente y desafiante, mientras
la parroquia arropa y jalea al atrevido milhombres que se jacta de (in)cumplir una obligación formal a cuyos beneficios no quiere renunciar. Recuerda al jaque
que, en medio de un alboroto o de una riña, al ser conminado a abandonar el
antro por cuatro grandullones, rezonga gesticulante que a él no le echa nadie,
sino que se va porque le da la gana. Aquí sucede al revés: el protagonista se pasa,
de momento y según le convenga, por el forro las condiciones de convivencia,
porque quien avisa no es no-traidor. La función pública
representa así el sueño dorado de nuestra piratería: la patente de
corso que a nada compromete a uno y que obliga a todos los demás. Por el fango se
revuelca, impúdica, la conciencia como si fuera una virgen lasciva y recosida que
ya nadie se cree. De acuerdo con la lógica de la no no contradicción, jurar o prometer por imperativo legal la
obligación que, guste o no, libremente se ha contraído, proclama la victoria
cínica y desalmada del perjurio como norma de conducta.
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