Como
niños malcriados -y tiránicos- que se revuelven descarados contra un prudente
castigo por una noche de farra que ha acabado en comisaría por embriaguez,
ingestión, quién sabe si tráfico, de sustancias tóxicas y exceso de velocidad, nuestros
políticos han adoptado, cínicos y viciados, esta muletilla cada vez que se
condena con piedad alguna de sus piadosas
irregularidades. En ella queda reflejado deslumbrante el matonismo de su
idiosincrasia filistea. Entre el abucheo alborotador y gamberro de la banda
adversaria, que, en el fondo, lo jalea, quien pronuncia esta frase da a
entender, con tono perdonavidas, que podría desobedecer, ya que “hecha la ley,
hecha la trampa”. Lo que hoy es, tal vez mañana no deba serlo, o al revés. Con carácter
retroactivo, por descontado. Puesto que no hay más ley que la positiva, pues la
naturaleza no tiene ningún derecho en nuestra sociedad, es lógico que hasta la
aplicación mecánica de cualquier norma pueda ser discutida. Que funcione
correctamente no significa, en sentido estricto, nada. Esta es la base del diálogo agotador de nuestra paródica
democracia: no acepto más legitimidad que la que me dé, de momento, la gana. De
la (i)legalidad ya nos pondremos de acuerdo en beneficio mutuo.
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