Como
si hubiese que espantar el mal fario, vocalícese entre dientes,
apresuradamente, que el
dinero no da la felicidad,
antes de entonar, con maquinal entusiasmo, que lo primero es la salud, la
familia y, tal vez, los amigos. Por este orden, tan devaluado metafísicamente,
como inconteniblemente inflacionario. Piénsese en el modelo transgénico de
ninfas sintéticas diseñadas pret-à-porter,
en edición venal e ilimitada, y de sus pocholos olímpicos esculpidos a estilete,
en gimnasios o clínicas de belleza.
Polígama, autoconceptiva, la(s) familia(s) se multiplican y se disuelven con
cruces insospechados, en éxtasis momentáneos y crónicas tristezas, acuciadas
por deudas, custodias y denuncias, provisionales y vigiladas judicialmente en
régimen compartido de bienes separados. De los trescientos amigos y followers de las redes sociales, entre
anuncios personalizados, mendigamos un emoticón, un retuit o una ubicación que
permita confirmar, fantasmal, la única identidad, digital, que nos queda. ¿Cómo
no seguir invirtiendo tanta felicidad en la renta variable de nuestra alienada
cotidianeidad? De acuerdo con la lógica consumista de la no no contradicción, que hace equivaler su hacer con ser, la
conversión de esta proposición cuestiona de hecho su verdad, pues la felicidad
que cuenta, familiar, amistosa o sanitaria, debe producir dinero, dinero,
dinero…
La frasecita se las trae y es producto de aquello que decía NGD de la extensión de las ambiciones burguesas a quienes carecen de los medios burgueses para satisfacerlas (los euros, vaya).
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