Desde
la Revolución Francesa ha constituido un destacado asunto público buscar el modo más humanitario de ejecutar
toda suerte de presos. Habiendo dejado atrás el oscurantista e inquisitorial
Medievo, lleno de tenazas, garrotes y potros, se han diseñado métodos modernos para
descabezar, achicharrar, gasear o inyectar venenos a criminales, comunes o no, en
entornos asépticos y silenciosos, lejos de cualquier fanatismo religioso y en
favor de una concepción cada vez más depurada y garantista de la Justicia o de
la misma Revolución. Salvar el alma de un hereje mediante
el fuego resulta un crimen abominable. Arrancar las uñas o electrocutar los
genitales de un terrorista es motivo de sesudos debates en seminarios internacionales de expertos en ética aplicada. A efectos de conmutar tan
horrendos paralelismos, nuestro humanitario filisteísmo está instigando la
inclusión democratizadora de un nuevo crimen en los códigos penales occidentales: la
enfermedad, la nueva -y demasiado cara- herejía del siglo XXI. Puesto que creer
en la vida eterna es un residuo de infantilismo, ¿quién en su sano juicio podría
resistirse a ser despachado de manera indolora cuando sobre productivamente? Por su
bien, usted -o quienquiera- firmará complaciente su (in)digna sentencia de muerte.
Se le acumula el trabajo estos días por todos los frentes. Muy divertida la invocación al "Estado de Derecho" (convenientemente hipostasiado por las mayúsculas).
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