La invocación
a este espeluznante derecho es una contradicción en sus propios términos. No es
el derecho el que precede a la decisión, sino que decidir introduce, con el
derecho, la ley de la Caída. Adán y Eva padecieron el peso del pecado al
transgredir la prohibición paradisiaca. Renunciaron a su derecho en favor de la
decisión. La historia es el epítome repetido de ese acontecimiento único. ¿Quién
niega la necesidad de decidir, que, por encima de toda consideración, es un acto moral? Sólo la infantilidad
roussoniana reclama la protección de poder reinaugurar el mundo sin asumir las
consecuencias (in)morales de la decisión caída. Derecho a decidir significa
resolver, a resguardo, sobre la vida, la propiedad y la libertad de los otros.
Con bisturí, con tanques o con votos, tanto da. En la arena imperial, la ley del
gladiad@r garantiza decidir por sí mismo, imperial, si su semejante merece
llegar a vivir o no, si puede poseer en paz o serle arrebatado el fruto de su
trabajo, si puede restañar o vengarse de las heridas de su Tradición. El
derecho a decidir es el orgasmo monstruoso, anticonceptivo, del positivismo más
encarnizado.
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