13/9/17

Derecho a decidir.


La invocación a este espeluznante derecho es una contradicción en sus propios términos. No es el derecho el que precede a la decisión, sino que decidir introduce, con el derecho, la ley de la Caída. Adán y Eva padecieron el peso del pecado al transgredir la prohibición paradisiaca. Renunciaron a su derecho en favor de la decisión. La historia es el epítome repetido de ese acontecimiento único. ¿Quién niega la necesidad de decidir, que, por encima de toda consideración, es un acto moral? Sólo la infantilidad roussoniana reclama la protección de poder reinaugurar el mundo sin asumir las consecuencias (in)morales de la decisión caída. Derecho a decidir significa resolver, a resguardo, sobre la vida, la propiedad y la libertad de los otros. Con bisturí, con tanques o con votos, tanto da. En la arena imperial, la ley del gladiad@r garantiza decidir por sí mismo, imperial, si su semejante merece llegar a vivir o no, si puede poseer en paz o serle arrebatado el fruto de su trabajo, si puede restañar o vengarse de las heridas de su Tradición. El derecho a decidir es el orgasmo monstruoso, anticonceptivo, del positivismo más encarnizado.

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