Con
boquita de piñón pronúnciense, en estado casi extático y con el ceño firme, las
palabras mágicas de transacción, pacto y consenso. A los filisteos se les han
empezado a atragantar. Con susto, con mala conciencia, suelen ahora añadir,
como coletilla, “y los principios”, a ver si pueden atemperar la rabieta
vociferante de sus conmilitones. ¿Qué ha llegado a significar un acuerdo sino
la tregua -el tiempo muerto- de la traición que funda la voluntad (inane) de
poder? Como observara Platón, la democracia, tras un breve interregno
anárquico, debe desembocar en la tiranía. El populismo refleja, exasperada e
iconoclasta, la trampa dialéctica, secularizada, de la Ilustración. No hay más
futuro que la supresión presente de toda estabilidad pasada. Nada brilla con
más fulgor simbólico que la oscuridad saqueada de Troya o la sangrienta
profanación romana de la República. No hay término medio. En la Revolución la
democracia muestra su ambiguo y real rostro. El término latino foedus, como adjetivo o como sustantivo,
encierra el inquietante sino de que la ciudad -el feudo- se edifica siempre para
protegerse de la acción criminal. Entre Caín y Abel la quijada del asno forja
los términos de la soberanía.
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