Fosilizada
en el imaginario biempensante como un anatema, esta tétrica expresión pretende desactivar
las consecuencias de la frívola y trágica desobediencia a cualquier forma de
legalidad. Como tras su invocación se han solido atrincherar los canallas
cotidianos, sordos, ciegos y mudos a lo que no satisficiera sus intereses a cualquier precio, que cuanto más alto consideran que mejor debiera garantizar su impago,
toda deuda de obediencia con los principios sobre los que se asienta la tradición acumulada de los siglos es burlada en nombre de la desobediencia
debida, como un doble perfecto que
cubre a todo riesgo las fechorías contra el arte humano, precario e imperfecto,
de ordenar el caos que la técnica demoscópica regulariza en su igualitaria
descomposición. Como no existe más legalidad que la positiva y ésta, por
definición, carece de cualquier anclaje real que no haya sido meramente
construido, puede invocarse cualquier palabra (nación, cultura, lengua) como el
eructo esponjoso que nada significa y
que todo resuelve. Descontada por
retrógrada la autoridad, que remite a un acto original de creación, el ejercicio
del poder debe basarse en la usurpación de todo uso y de toda costumbre que conserven,
inermes y debidamente descapitalizados, cualquier resto de legitimidad.
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